02 marzo 2009

"Viaje al centro de la Tierra"


Por Cofrade Silla Jotera

Inge Mangeloihem, era un viejecito de apariencia gruñona e insoportable que vivía en la bonita aldea de Lpzfhgs, allá tras los montes del inaudito lejano. Y digo de apariencia, porque así como a primera vista se revelaba un ser huraño e insolente, tras muchísimos años de convivencia se podía llegar a apreciar en él un ligero rasgo, a penas un matiz pero algo es algo, de bonhomía, de humanidad. Esto es lo que le pasaba a la bella Ingrid Mangeloihem, su sobrina, que tras veintidós años bajo la tutela de tío Inge, le tenía cierto aprecio.

Ingrid llegó al hogar del tío Inge contando sólo seis meses, tras la muerte de sus padres en el descarrilamiento del Transiberiano ocurrido por aquel entonces. Ingrid también iba en aquel tren, pero la protección de su cuco y las habilidades de su nana Ingilberta, que desvió con su cabeza la viga de hierro que se dirigía a la cabeza de Ingrid, fueron su salvación. Huérfana, su tutela correspondía a su tío Inge, hermano de Ingridona, la madre de Ingrid. El tío Inge era asquerosamente millonario gracias al comercio de pieles y aceites de pingüino, foca, morsa, orca, y ballena. Aunque montar su gran empresa no fue tarea fácil, y le llevó a recorrer medio mundo en los bergantines de su propiedad, con la edad y la bonanza le asaltó el aburrimiento y nació en él un ánimo sedentario, y el tiempo que no le dedicaba a su empresa lo empezó a dedicar a la ciencia: física, química, geografía, geofísica, astronomía… Y cosas así.

Un día, Ingrid ya contaba veintidós años, el tío Inge se levantó más animado de lo normal, y tras desayunar su tazón de leche de orca y sus tostadas con pingüinos asados, le dijo a Ingrid ‘hoy pondré un anuncio en el diario de Lpzfhgs, quiero encontrar algunos ayudantes para nuestro viaje al centro de la Tierra’. Muy bien, tío Inge, le respondió Ingrid mientras recogía el servicio del desayuno. El tío Inge siempre decía cosas así por la mañana, antes de centrar su mente con dos vasitos de coñac español que guardaba en sus surtidas bodegas. Un día se levantó y dijo ‘me pregunto porqué no se podrá ir a la Luna en submarino’. Otro día se levantó y dijo ‘creo que si consiguiéramos introducirnos por el agujero del culo podríamos desaparecer de esta dimensión y aparecer en otra’. Otro día ‘hoy tengo un ardorcillo de estómago que para qué’. Otro, ‘¿y si los caracoles siguieran una unidad de medida horaria desconocida por nosotros, eh?’ Y así. Por eso, que aquella mañana quisiera viajar al centro de la Tierra no inquietó demasiado a Ingrid. Ya se le pasará, pensó.

Al día siguiente, a primera hora, se presentó en el hogar de los Mangeloihem un joven barbilampiño y de apariencia deslavazada, que dijo llamarse Ingelbich y que venía a ver a su tío, el señor Inge, por el asunto del anuncio del diario. Sorprendida, pero discreta, Ingrid hizo pasar al muchacho y le acompañó al gabinete de su tío, en el que este pasaba todas sus horas dedicado al estudio y vivisección de la ciencia. Los dos se encerraron en el despacho, y llevaban ya más de dos horas de reunión, cuando volvieron a llamar a la puerta del hogar de los Mangeloihem. Esta vez, cuando Ingrid abrió la puerta se encontró con un hombretón de casi dos pisos de altura y seis camiones de peso. Y era calvo, y tenía cara de bruto, posiblemente era tonto de remate. Pero consiguió, con extrañas palabras, indicarle a Ingrid que venía a ver a su tío Inge, también en relación al asunto del anuncio del diario.

Todo el día estuvieron los tres reunidos en el gabinete del tío Inge, y ni siquiera aceptaron la proposición de Ingrid, consistente en llevarles al gabinete algo ligero pero seguramente delicioso para comer, estofado de morsa por ejemplo. Por la noche, el tío Inge llamó a Ingrid al gabinete. Cuando esta entró se encontró al joven imberbe sentado en el sofá y examinando unos mapas con cara de alucinación, y al hombretón mirando por la ventana del gabinete y murmurando ‘así que hay un centro, eh, el centro, con que el centro, eh, el centro, vaya que si, el centro…’. Ingrid pensó que en la casa de su tío se habían colado dos locos, probablemente peligrosos.

Ingrid, le dijo pomposamente su tío, mañana comenzamos nuestra expedición al mismísimo centro de la Tierra, y nos acompañarán el joven Ingelbich y el señor Ingelbot. Tú, querida sobrina, serás la encargada de nuestra intendencia y alimentación, ya sabes, para ello es imprescindible que ahora mismo comiences los preparativos. Para empezar debes condimentar cientos de pingüinos asados, cincuenta estofados de morsa, cien morcillas de foca, compota de esturión… Y taquitos de grasa de ballena, que a mí me gustan mucho, añadió el joven Ingelbich.

Ingrid hizo las maletas y aquella misma noche cogió el autocar de la línea Lpzfhgs – Montecarlo. Llegada a Montecarlo consiguió trabajo en la cerrajería de madame Loustal e inició una nueva vida. La expedición al centro de la Tierra jamás pudo llevarse a cabo, incapaces el tío Inge, el joven Ingelbich, y el hombretón Ingelbot, de preparar algo para comer durante tamaña aventura.

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