02 marzo 2009

"La luz"


Por Cofrade Silla Jotera
Los delfines acompañaron al barco en su travesía desde la isla de São Miguel hasta la de Faial, y algunos pasajeros provistos de prismáticos aseguraban avistar ballenas, yo me había dejado las gafas en la maleta y me estaba tomando un vinho branco en la terracita del pequeño bar de cubierta, cuando una enorme gaviota se inmovilizó sobre mi cabeza y se cagó en mi copa más o menos helada. El camarero parecía acostumbrado a estos lances y me sirvió otro vinho. ¿Es habitual esto?, le pregunté. Moito habitual. Mirando a los cielos y tapando con una mano la nueva copa, me acerqué a la baranda del barco para observar el paisaje marino de la llegada a Faial. Pero antes de llegar a Faial, pasamos junto a la isla de Pico, con su impresionante volcán cuya cima queda envuelta por inquietantes nubes. Así se presenta la montaña más alta de Portugal, en una pequeña isla en medio de la mar, y rodeada de escalonadas terracitas de viñedos con los que se cría uno de los vinhos más apreciados de las Açores, el vinho verdelho. Miré a los cielos en busca de gaviotas o cormoranes, y le pegué un trago a mi copa.

Faial se presentó menos impresionante, pero dicen que es la isla más bonita del archipiélago y en él se la conoce como ‘la isla azul’, a causa de las hortensias que inundan sus campos y los caminos hacia la costa. Y también tiene un volcán, el volcán de Capelinhos, un niño comparado con el de Pico, un niño nacido del océano en 1.957, ayer mismo, es pequeñito, y está unido a la isla como una península, una extraña península lunar. Según mi libro-guía, todas las Açores son de origen volcánico, de ahí la profusión de suelos de lava, que se combinan con una exuberante vegetación selvática.

El barco arribó al puerto de Horta a primera hora de la tarde, para ser mayo no hacía demasiado calor. Lo primero que hice fue acercarme a las oficinas de la Cia. Lusa de Ultramar, mis nuevos patronos. Era una casa de tres plantas típica del lugar, un preciosismo arquitectónico de época, toda blanca con los enmarcados de ventanas y puertas resaltados en azulete y amarillo. Me abrió la puerta una señora mayor y me presenté. La señora resultó ser la secretaria de las oficinas, la señora María, y tras hacerme pasar a un acogedor recibidor me indicó que el señor Lourenço, el encargado de las oficinas, se encontraba en esos momentos de viaje a la isla de São Jorge y no regresaría hasta pasado mañana. Pero ahora mismo, me dijo la señora María, le acompaño a la que será su casa y así puede comenzar a instalarse. Di mi primer paseo por Horta en compañía de la bajita, regordeta, y muy simpática y excesivamente amable señora María, la portuguesa. Horta no es muy grande, me dijo, podrá usted ir andando a todas partes, aunque también tenemos un servicio de autobuses, faltaría más, su casa es muy bonita y le gustará, está junto al mar y tiene un jardín que casi casi se mete en la playa, y está amueblada con todo detalle y dispone de ajuar, electrodomésticos, televisión y teléfono, hasta secador de pelo, que se lo fui a comprar yo antesdeayer.
Camino de mi nueva casa me instruyó sobre donde comprar alimentos, donde el mercado municipal y donde el supermercado más completo, donde comprar por ejemplo la prensa, ¿lee usted la prensa?, me indicó donde está el cine y la biblioteca, y me recomendó pasar por el Café Sport y el Bar O Esconderijo, y cenar algún día en el restaurante A Salgueirinha, o en el Canto da Doca, aunque este es un poco demasiado raro para mi gusto, añadió la señora María.

Mi nueva casa era una maravilla, una casita de una planta con dos módulos en forma de ele y un tejadillo a dos bandas de tejas rojas y marrones alternadas. Era de color ocre claro y también tenía los enmarcados de puertas y ventanas resaltados, en color verde, el mismo color de las persianas, ahora bajadas. En la parte anterior tiene un jardincito con flores y dos palmeras, una muy alta, y en la parte posterior hay otro jardín, bastante grande y con tres palmeras, una hamaca colgada entre dos de ellas, una pequeña barbacoa, y un tendedero. Y efectivamente, sólo le separa de la arena de la playa una humilde verja de mediana altura y de maderas también pintadas de verde. Y tras la playa, el océano y la recortada silueta del inquietante volcán de la isla de Pico. ¿Qué le parece el sitio?, me preguntó la señora María. El paraíso, le respondí, el paraíso.

Por dentro, la casa no era menos agradable, con las persianas bajadas para que la penumbra la resguardara del calor del día, las sombras y los contrastes convertían el interior de mi hogar en un amable, delicado decorado. El comedor estaba amueblado con sencillos muebles de época y del lugar, y adornado con algunos detalles marineros, algún ancla y alguna red en la pared, cuadros con marinas, cerámicas de peces y pulpos decorativos… Su mesa con sus cuatro sillas, dos butacas con una mesita camarera y una lámpara de pie, un sofá frente al televisor, un mueblecito con cajones para el ajuar habitual, y una biblioteca, a la que me acerqué para inspeccionar sus libros. Todos en portugués, no faltaba Pessoa. La señora María me enseñó el resto de la casa: dos habitaciones, una por si recibe usted algún invitado, una salita, que puede usar usted como despacho, la cocina, equipada con todo lo necesario, incluso turmix, que se lo compré yo antesdeayer, el baño, mire usted el secador, y menuda bañera grande, que también es ducha, porque en el continente son más de ducha ¿no?, las prisas, claro, una galería con la lavadora y un congelador antiguo. La galería da al patio posterior. ¿Qué le parece la casa? La casa del paraíso, le respondí, la casita del paraíso.

La señora María se despidió prometiendo avisarme a la llegada del encargado, el señor Lourenço, prevista para pasado mañana. Mientras, me dijo, se puede ir instalando y puede visitar la ciudad, así se va usted haciendo, para cualquier cosa que necesite no tiene más que llamarme. Y me tendió una tarjetita de la compañía en la que aparecía el teléfono de la oficina. Y además le apunto mi móvil, dijo, y eso hizo, y después se despidió de mí, y me quedé sólo en mi nueva casa. Me senté en una de las butacas, y desde la fresca penumbra escuché el continuado rumor de las olas. A través de los listones de las persianas bajadas se filtraban la brisa y el aroma del mar. Me quedé en silencio, impresionado por el maravillante aspecto del que parecía ser, muy probablemente, mi futuro. En aquella quietud me invadió el cansancio causado por largo viaje, y me adormecí. Creo que soñé.

Pocos coches que había, cual iba a pasar a aquellas horas de siesta por la plazoleta en la que estaba nuestra casa. La habitación de mis padres estaba en silencio y penumbra, la persiana de listones de madera pintados de verde bajada, resguardándonos de la luz y el calor del inicio de una tarde de verano. A un lado la cama de mis padres con su impresionante cabezal de madera trabajada. A su lado dos pequeñas mesitas de noche con sus cajoncitos y una de ellas con lamparita. Junto a una de las mesitas está mi cuna. Y en el otro extremo de la habitación un gran armario oscuro y de recia apariencia. Entre la cama y el armario está mi abuela, moviendo un pie adelante y atrás en un simple y delicado baile, y se acompaña con una melodía que tararea y dice algo así como ‘mi nene, eeeee, mi nene, eeeee…’. Yo, en los brazos de mi abuela, apoyo mi cabeza en su acogedor brazo y miro los destellos de luz que se cuelan por las rendijas de la persiana. No tengo más de tres años, así que me atrae la luz. La luz.

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