02 marzo 2009

"Sardinas por magdalenas"



Por Cofrade Silla Jotera

Cuando el avión se aproximaba a la isla de San Miguel en tranquilo vuelo sobre el Atlántico, lo primero que llamó mi atención fue la belleza del archipiélago, y su pequeñez. En medio del bravo océano y bajo unas nubes plomizas, las islas parecían la parte sencilla y precaria de un decorado, unas figuritas de porcelana rodeadas de una amenazante tramoya. La aproximación aérea a San Miguel me permitió apreciar un pequeño paraíso, un vergel isleño con una capital de postal marinera y coquetas poblaciones.

Aterrizados, en el mismo aeropuerto cogí un taxi hacia el puerto de San Miguel, pues tenía el tiempo justo para abordar el ferry que me trasladaría a mi destino, la isla de Faial. Por suerte, un desajuste de horarios (un desajuste mío) consiguió que me presentara en el puerto dos horas antes de que el ferry de Faial partiera, así que decidí dar una vuelta por el puerto y la playa de San Miguel. Después de tomar una cerveza portuguesa en la terraza de un chiringuito típico del paseo marítimo, me interné por las calles que entraban en la población y me entretuve mirando los escaparates de las muchas tiendas dedicadas a los tipismos de la isla, souvenirs, artesanías… Compré lo que pensé que sería un buen cenicero para mi nueva casa isleña, y que resultó ser una jabonera, según la vendedora que me atendió, por cierto con un portugués que me alarmó, pues estaba bastante alejado del portugués continental con el que yo, de alguna manera, me manejaba. Luego decidí bajar a la playa, faltaban aún tres cuartos de hora para que partiera mi barco. En la playa, un grupo de chicos y chicas jugaban al balón, otros jugaban a pillar o se bañaban, y en un extremo una hilera de pescadores atendía pacientemente las puntas de sus cañas lanzadas. La algarabía de la muchachada, el penetrante, vivificante olor del mar, los sedales aventurándose en el océano, me trasportaron, cuales sardinas de Proust, a mi tiempo perdido.

Por asuntos laborales mi padre debía trasladarse a una pequeña población de la costa catalana durante dos años, y allá que nos trasladamos toda la familia. Mi padre alquiló un pequeño apartamento en el tercer piso de un edificio en el que tenían mis tíos una carnicería en la planta baja. También mis tíos y mis primos vivían en aquella población. Lo primero que hicimos mi hermana y yo cuando nos instalamos, fue subir a la terraza del edificio y mirar, embobados, el mar, las barcas, la acuática línea del horizonte… Jo, dijo mi hermana, que royo, y encima sin mis amigas. Yo, con mis nueve años y ante aquel nuevo decorado, pensé que no iba a echar de menos a nadie.

Mi padre era aficionado a la pesca y, ya que ahora vivíamos en la costa, decidió que algunas tardes, y todos los domingos, iríamos a pescar a la playa. Me compró una caña a mi medida, adecuada para pescar en los espolones, y así nos pasábamos algunas tardes, él lanzando su gran caña a las inmensidades del que me parecía inmenso Mediterráneo, y yo lanzando mi humilde caña junto a las rocas de los espolones. Yo también quería lanzar mi sedal a las inmensidades marinas, pero mi padre me decía que los pescados de los espolones eran los mejores para el sabor, así que él se encargaba de las doradas, los llobarros, las llisas, los mujols, las palometas, los sargos… que van bien como segundo plato, y yo me encargaba de los suquets y las sopas, que además le gustaban mucho a mi madre. A veces, algún pulpo se atrapaba al anzuelo, o al plomo, y era lo que más me gustaba, pescar pulpos. Otras veces me cansaba de que no picaran ni las escórporas, y me dedicaba a perseguir mejillones, cosa fácil y productiva, y hervidos con limón ya están buenísimos.

Un día de fiesta, mis padres tenían que acudir a algún compromiso de esos ‘sin hijos’ que de vez en cuando tienen los padres, y quedamos mi hermana y yo al cuidado de mis tíos, que era como decir sin cuidado, pues estos, aunque de vez en cuando subían a ver como estábamos, debían atender en la carnicería, pues aún siendo festivo, o precisamente por ello, dedicaban el día al degüello, despelleje, desoye y preparado de los animales. Aburrido de jugar a muñecas y soldados con mi hermana, decidí bajar un rato a remolonear por la carnicería. Al rato de remoloneos y preguntas indiscretas sobre las diferentes miradas de los conejos desollados y las gallinas escaldadas, mis tíos decidieron que ya estaba bien y mi tía me dijo anda majo, porque no te coges la caña y te vas un rato pescar a la playa. Eso hice.

Cuando llegué a la playa y me dispuse a preparar los aperos de pesca, advertí que el pote de gusanos estaba vacío. Cero gusanos. Y sin gusanos no se pesca. Bien, me dije, voy a la tienda de artículos de pesca a la que me lleva mi padre y compro, con mis magros ahorros, una lata de apetitosos gusanos. Eso hice. Cuando llegué reparé que era día de fiesta y la tienda estaba cerrada. Menudo contratiempo. Piensa, me dije. Y entré en el bar de la Asun y compré una bolsa de ganchitos, ganchitos de queso. Los ganchitos, un apreciado y novedoso aperitivo de aquella época (y que aún se venden, aunque ya sólo se sirvan como aperitivo en celebraciones de baja estofa, que las hay) tenían, al fin y al cabo, la apariencia de los gusanos, tal vez más gordos y en lugar de color marrón eran naranjas, pero tenían forma de gusano. Eso era lo importante, porque a ver, ¿los peces del espolón podrían distinguir un gusano de verdad de un gusano de mentira?, para mí que no podían tener una mirada tan fina. En cuanto al sabor, al gusto, tal vez lo importante del asunto pues suponía que picaban más por la boca que por la vista, el engaño se solucionaba rápido, y a mi favor, pues una vez que el pez se diera cuenta de que aquello no sabía a gusano, no era gusano, zas, ya estaría enganchado en el anzuelo y sería más que pez, pescado. Y vale, también cabía la posibilidad de que el pez fuera picoteando antes de alcanzar el anzuelo, entonces confiaba yo en que el estupendo sabor a queso de los ganchitos, atrajera al infeliz como me atraía a mí, y picoteando picoteando, zas, picara y ya digo, pescado.

Llevaba una hora lanzando gusanos, ganchitos, enganchados al anzuelo, y nada. Como no picaban, recogía carrete para moverme de lugar, y entonces observaba que el anzuelo aparecía limpio, sin gusano, sin ganchito. Que cabrones, pensaba, se comen el ganchito, y no pican. No puede ser. Y volvía a poner un gusano, un ganchito, y fiu… volvía a lanzar. Esperaba un rato, un buen rato, observaba con ojo de lince y ansia de cocodrilo la punta de mi caña, y nada. No picaban, Recogía carrete… y volvía a parecer el anzuelo mondo y lirondo, sin gusano, sin ganchito. Que cabrones de peces, les gustan los ganchitos y pasan de picar. Cinco o seis veces repetí la operación con gusano, ganchito, nuevo. Y nada, se comían el ganchito y no picaban.

Estos cabrones no son tontos, no pican, y yo encima les estoy invitando al aperitivo, pues se acabó, el aperitivo me lo tomo yo. Recogí carrete y aperos de pesca, y me senté en una roca del espolón, dispuesto a zamparme lo que quedaba de la bolsa de ganchitos. Eso hice, me encantaban los ganchitos. Quedaban ya pocos, cuando uno de los ganchitos se me escurrió entre los dedos y fue a caer a mis pies, exactamente en uno de esos charquitos que forma el agua del mar al colarse entre las rocas del espolón. Y entonces, con ojos de atún, atónito, observe como el ganchito se disolvía, se disolvía, se disolvía… hasta desaparecer.

Y entonces, ensoñecido, atontado y con ojos de atún, escuché como la sirena del ferry se alzaba entre la relajada algarabía de la playa de San Miguel, anunciando su próxima partida con destino a la isla de Faial, mi nuevo destino.

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