02 marzo 2009

"Bella senz'anima"


Por Cofrade Sofá S

Elevados focos difunden una luz cenital, sin sombras, meridiana, que resplandece sobre las superficies metálicas de hangares y almacenes. La exuberante iluminación otorga a las calles vacías un aire fantasmagórico, las aceras están perfectamente pavimentadas, con sus arbolitos y todo, el asfalto negro, reluciente y totalmente liso. Hace rato que el coche de Mauricio se desliza por un mundo extraño y diáfano. Tiene la impresión de estar recorriendo las instalaciones de una base espacial, y no sabe como salir de ella.
En realidad, Mauricio se ha perdido en un polígono industrial próximo a Mollet, pero no es eso lo que le preocupa. Lo que no puede quitarse de la cabeza es lo que ha visto en la discoteca, ha visto a Graciela, a su Graciela, comiéndole los morros a un rubiales contra el que se refrotaba con lascivia. Era ella, su cabellera pelirroja no dejaba lugar a dudas. A partir de esta visión perdió el mundo de vista, se compró en la discoteca una botella de Licor 43, que le salió carísima, e ingirió la mitad de una tacada. Luego cogió el coche y no recuerda muy bien cómo, pero el caso es que hace rato que deambula por el desconcertante laberinto del polígono industrial.
De vez en cuando, sobre todo cuando sus manos se deslizan por el volante para girar, se le escapa un suspiro junto a un nombre, “Graciela”. En ocasiones lo pronuncia en italiano, “Graziella”. En otras añade un adjetivo, “maldita Graciela”, o bien, “maledetta Graziella”, y aún en otras construye frases condicionales, “si tú quisieras Graciela, podríamos ser tan felices”, “si tu volere Graziella…”. Y Mauricio, que no sabe como seguir en italiano, coge la botella de Licor 43, que ha incrustado entre los dos asientos del coche, y echa otro trago profundo. Luego mira el culín que queda en la botella y la vuelve a embutir entre los dos asientos.
Mauricio tiene la sensación de que ya ha pasado por esta calle también desierta. No está seguro, todas son tan anodinamente semejantes. Para el coche, incluso el motor, es absurdo seguir dando vueltas, necesita orientarse. Entonces oye un parloteo lejano, no es más que un cuchicheo. Aguza el oído, no hay duda, alguien está hablando, pero por más que fuerza la vista no distingue a nadie. De pronto se da cuenta de que es la radio del coche. Está a punto de apagarla cuando unas notas musicales le suenan familiares, sube el volumen y reconoce la canción, es “Bella sin alma” de Richard Coccante.
Mientras canta la canción a dúo con Richard Coccante, Mauricio cae en trance, de repente lo ve todo claro, sabe qué hacer. En su mente se dibuja un plan preciso, y lo que es más importante, precioso, o al menos eso se le antoja a él.
Todavía está regodeándose en su proyecto, cuando una arcada, un regüeldo incontenible, le sube desde la boca del estomago y a la carrera sale del coche. Junto a un arbolito, que se arquea por su proverbial sobrepeso, arroja en sucesivos espasmos un líquido de tonalidad ámbar, en el que flotan grumos deshilachados de la mousaka que cenó.
Con su mano derecha Mauricio se desprende de los hilillos que cuelgan de su boca. Una nueva arcada sacude su cuerpo, pero ya no le queda nada por sacar. Usa la manga de su camisa para secarse el sudor frío que ha perlado su frente. Se yergue y trastabillando retorna al coche. Se desploma en el asiento y apaga la radio, necesita tranquilidad. Tras tener los ojos cerrados un rato, los abre y a su izquierda divisa un cartel indicador. Mauricio rompe a reír. El cartel le indica que debe girar a la derecha en el próximo cruce para acceder a la autopista A-7, Barcelona-Girona.
“Siempre ha estado aquí, el cartel siempre ha estado aquí”, dice entre carcajadas. La cabeza comienza a martillearle, deja de reír, nota su boca pastosa y le cuesta un esfuerzo atroz ejecutar sus decisiones. Sin embargo, ahora su vida tiene un objetivo, la determinación se dibuja en su cara, nada ni nadie va a detenerle. Arranca el coche y se encamina a la autopista.
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Le ha costado más de lo que pensaba, pero al fin Mauricio lo tiene todo preparado. Primero alquiló un estudio, en realidad un cuchitril con lavabo, en el barrio del Raval, concretamente en la calle Ferlandina. Mauricio es de la opinión que en este barrio, en esta renacida medina de Babilonia, sus manejos pasaran desapercibidos. Aquí cada uno va a lo suyo y ya nada les sorprende. En el estudio ha instalado el sintetizador Yamaha de segunda mano que se ha agenciado.
Lo que más tiempo le llevó fue conseguir cloroformo. Tras varios intentos frustrados, finalmente un colega del curro, que tiene una novia que trabaja en unos laboratorios químicos, le pasó un pequeño frasquito sin hacer demasiadas preguntas. Eso sí, a cambio de cederle la paga extra y las llaves del chalet de sus viejos en Vallgorguina, para fornicar tranquilamente con su novia durante varios fines de semana. A Mauricio le pareció un abuso, amén de que no estaba seguro que hubiera bastante cloroformo, pero su compañero de trabajo le aseguró con rotundidad que había más que suficiente y que era muy peligroso pasarse con la dosis, que con un chorrito de nada podía dormir a un rinoceronte.
La ventaja de esta espera forzada fue que tuvo tiempo de sobras para ensayar la canción, incluso se la aprendió en italiano, y ello a pesar de ciertos contratiempos. El caso fue que sus vecinos de la calle Ferlandina acabaron más que hartos del constante resonar de la canción de marras. Le denunciaron varias veces a la guardia urbana, pero solo consiguieron que Mauricio dejara de ensayar entrada la noche para respetar el descanso vecinal. El fracaso de la vía legal dio paso a otro tipo de iniciativas. Un vecino le convidó a unas rayitas con la manifiesta intención de fomentar una nueva afición que sustituyera a la musical. Mauricio, aunque se lo agradeció, rehusó con firmeza, nada ni nadie le iba a apartar de la finalidad que se había propuesto. Otro, más expeditivo, no se dejó impresionar por la apariencia de luchador de sumo de Mauricio y le dio una paliza en el portal un atardecer. Al acabar la tunda, le prometió reiterársela si persistía en sus berridos destemplados.
Mauricio no se acobardaba fácilmente, pero aquel vecino era todo músculo tatuado y además con demasiada frecuencia se le veía codearse con tipos de aspecto patibulario. Vamos, que Mauricio insonorizó su estudio con porexpán y cajas de huevos. Así pudo practicar tranquilamente día y noche, hasta el punto que además de aprenderse la canción de Richard Cocciante en castellano e italiano, también llegó a dominar con cierta soltura, o al menos eso creía él, “O tú o nada” y “Gavilán o paloma” de Pablo Abraira. Entonces pensó que porqué limitarse a una sola canción cuando podía resarcirse con todo un recital ante su Graciela, “total, ya puestos, hagamos las cosas a lo grande”, concluyó.
Más fácil le fue a Mauricio agenciarse el resto de cosas necesarias para llevar a cabo su plan, tales como, un esmoquin blanco con su correspondiente camisa, pajarita y pantalón negro, así como un pasamontañas, cuerda, una alfombra y cinta adhesiva ancha. Bueno, en realidad el pasamontañas no era imprescindible pero contribuía a la puesta en escena.
Ahora Mauricio está en su coche aparcado en la calle Felipe II, prácticamente en la esquina con la Plaza del Congreso Eucarístico. Allí cerca se halla el súper en el que Graciela trabaja de cajera. Él lo conoce bien, es el mismo súper en el que trabaja su hermana Andrea. Son las nueve y media de la noche, los bloques de alrededor se diluyen en la oscuridad, Mauricio observa con alivio que pasa poca gente por la calle y que va con prisas por llegar a casa a cenar. “Todo va bien” se repite cual mantra hipnótico. “Todo va según lo previsto”, añade finalmente, “de aquí a poco Graciela saldrá del trabajo y pasará por aquí camino de la parada del bus”
Los minutos se le hacen eternos. Repasa mentalmente, una vez más, todos los preparativos, recuerda como ha puesto la alfombra en el maletero. Toca con una mano el frasquito de cloroformo y el trapo que tiene en un bolsillo de su cazadora y con la otra, el pasamontañas que tiene en el otro bolsillo. “Lo tengo todo”, se dice. A continuación visualiza lo que va a suceder cuando se abalance sobre Graciela, un escalofrío recorre su espinazo con solo imaginárselo. Sin embargo se sobrepone, recuerda su determinación, no se va a arrugar ahora, tiene un propósito y nada ni nadie, ni siquiera su propio miedo, le impedirá cumplirlo.
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Cuando Mauricio ve aproximarse a Graciela por el retrovisor de su lado sale disparado del coche. “Coño, el pasamontañas”, piensa desesperado. Con la prisa se ha olvidado ponerse el pasamontañas y eso lo paraliza. Graciela que lo ve, le saluda confiada.
- Vaya Mauricio, ¿qué haces tú por aquí?
Mauricio no reacciona.
- Mauricio, ¿qué te pasa?
- No nada –balbucea al fin-. Estoy haciendo unos recados.
- Pues me vienes de perlas. Verdad que no te importa acercarme a mi casa –dice mientras que se encamina decidida hacia la puerta del acompañante.
- Claro, claro.
- Es que llevo un día… Estoy hecha caldo, hoy no he parado de currar. –Una expresión de abatimiento acompaña sus palabras. Después abre la puerta del coche y entra.
Mauricio no se lo piensa dos veces, vierte el cloroformo en el paño, se precipita al interior del coche y le pone el trapo en la cara. Graciela, aunque sorprendida, se defiende con fiereza, le araña en el cuello, le arranca varios mechones de cabello, cosa que le preocupa, pues últimamente se le cae con abundancia. “Solo falta que esta tía me deje calvo”, piensa poco antes de que Graciela deje de atacarle y de moverse.
Tras asegurarse la completa inmovilidad de Graciela, Mauricio le retira el trapo de la cara, se recuesta en su asiento, respira hondo y percibe el olor dulzón del cloroformo. De pronto le asalta el temor de que alguien lo haya visto todo. A hurtadillas se pone el pasamontañas y mira en todas direcciones. Al parecer nadie se ha fijado en su coche, la gente sigue su camino con toda normalidad. Se tranquiliza, le pone el cinturón de seguridad a Graciela y arranca el coche.
Al parar en un semáforo advierte con espanto que los demás conductores le observan con recelo. Cae en la cuenta que lleva puesto el pasamontañas. Cuando el semáforo se pone verde arranca y se lo quita; “me cago en el puto pasamontañas” exclama y lo tira por la ventanilla. El resto del trayecto transcurre sin incidentes hasta llegar a un descampado a las afueras de la ciudad. Saca la alfombra del maletero, la extiende junto al coche, abre la puerta y quita a Graciela el cinturón de seguridad. Con un mimo exquisito, que le destroza la riñonada, la deposita en la alfombra, y no puede dejar de admirar, una vez más, su exuberante melena pelirroja, su cara pecosa, angelical, dice él, y la delicada armonía que él percibe en su figura más bien culona y paticorta. Instantes después Mauricio reacciona, no debe encantarse, alguien podría verle. La envuelve con la alfombra y la pone en el maletero, en el que ha practicado varios agujeros para que no le falte el aire.
Se deja caer en su asiento, ha evitado que el cuerpo de Graciela se golpee, pero el suyo está baldado. Sin embargo, Mauricio está pletórico, es evidente que ahora ya nada ni nadie va a evitar que lleve a cabo su plan.
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Jadeante y bañado en sudor Mauricio observa, en el suelo de su estudio del Raval, la alfombra que envuelve a Graciela. No percibe ningún quejido, ni tan solo el más mínimo movimiento, y es que esta vez, al bajarla, se le ha resbalado y no ha podido evitar que Graciela se golpee en uno de sus costado. Siente que su amada se le haya caído, pero es que ha tenido que aparcar en la Ronda, cerca de la calle Ferlandina y cargado con ella, ha recorrido el trecho que le separaba del portal, que se le ha hecho eterno, y ha subido tres pisos que han acabado de reventarle.
Mauricio trata de convencerse que el porrazo ha sido leve. Se seca el sudor y se toma una pausa reparadora. El descanso es breve, pues teme que Graciela se despierte y le monte la parda. Saca a Graciela de la alfombra, se la ve bien, como siempre. La sienta en un sillón, la ata con la cuerda y le tapa la boca con la cinta adhesiva. Luego se relaja en otro sillón en el que se derrumba. Incluso hecha una cabezadita.
Pasadas unas horas la excitación vuelve a dominarle, no puede conciliar el sueño, se levanta y va al aseo a lavarse. Le vendría bien una ducha, pero no hay ducha, hay un retrete y un lavabo coronado por un espejo desconchado y una solitaria bombilla. Primero se afeita y repara en los arañazos que surcan su cuello, luego se lava por partes como buenamente puede. Suple la falta de higiene con chorretones generosos de Barón Dandy. De hecho queda todo él bañado en colonia, la geografía de los arañazos se le hace dolorosamente presente.
A continuación, con parsimonia, como un torero vistiéndose de luces, procede a ponerse el pantalón, la camisa, la faja que le sujeta el pantalón, la pajarita y por último el esmoquin blanco. Se unta el pelo, que ya ralea, con brillantina y se recrea contemplando su figura en el desconchado espejo, incluso se ve casi esbelto. Da por aprobado el resultado, al considerar su aspecto absolutamente irresistible, y vuelve al estudio.
Graciela sigue profundamente dormida y aunque Mauricio trata de despertarla, lo más que logra es que entorne los ojos. A Mauricio no le queda más remedio que esperar, se sienta de nuevo en el sillón y poco después se duerme.
Una luz intensa despierta a Mauricio. “Debe ser mediodía”, conjetura aun adormilado, porque solo hacia el mediodía penetra el sol, por un ratito, en su estudio. Se despereza y nota que Graciela le está mirando, y no con buenos ojos precisamente. Graciela lleva rato despierta, primero ni recordaba ni comprendía nada. Se sentía dolorida, sobre todo en un lado de su cuerpo, como si la hubieran golpeado, además tenía una meera inaguantable. No pudo más y se alivió allí mismo, el ceñido pantalón vaquero quedó encharcado. Luego ha distinguido a Mauricio ataviado con el esmoquin blanco y lentamente ha recordado lo ocurrido y ha atado cabos, aunque sigue sin vislumbrar qué pretende Mauricio. También ha observado las paredes revestidas de porexpán y cajas de huevos. Lo que ha aumentado su alarma, pues le ha producido la sensación de lugar preparado para tener a alguien oculto.
Mauricio advierte con desagrado que la salivilla se le ha escurrido por una de las comisuras de sus labios y que ha mojado una hombrera del esmoquin. Además, al levantarse se percata que su indumentaria, antaño inmaculada, está bastante arrugada. Incluso su engominado peinado se ha descompuesto y del Barón Dandy solo queda un vago recuerdo. Mauricio se ve forzado a reconocer que ha fastidiado la espectacular aparición con la que pensaba deslumbrar a su amada. “Y con la pinta tan magnífica que lucía antes”, piensa al recordar su imagen reflejada en el desconchado espejo. “Seguro que si me llega a ver ya la tendría encandilada, no se hubiera podido resistir”.
A pesar de esta contrariedad, Mauricio no se viene abajo. Llegados a este punto, ya no es que nada ni nadie pueda frenarle, sino que no puede dar marcha atrás. “Bueno, vamos al concierto que es lo importante”, decide Mauricio, “y a lo hecho pecho.”
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Dispuesto a crecerse ante las dificultades, Mauricio sacude su maltrecho esmoquin, recompone su peinado con el peine que siempre lleva en el bolsillo trasero del pantalón, y con aire resuelto se encamina a su sintetizador Yamaha. La expresión de Graciela refleja su perplejidad.
Mauricio se sienta ante el teclado, cierra los ojos y reconcentrado en si mismo desgrana las primeras notas de “Bella sin alma”. Solemne, sin perder la compostura, balancea sus hombros al compás de la música que mana de su Yamaha.
Llegado el momento, abre los ojos, atraviesa a Graciela con la mirada y rompe a cantar. “Y ahora siéntate, en esta silla”, entona Mauricio. “Bueno, en realidad es un sillón, pero da igual”, piensa satisfecho con su arranque. Entonces cree llegado el momento de dar el golpe maestro, el efecto definitivo, los dos próximos versos los canta en italiano, “Stavolta ascoltami, senza interrompere. È tanto tempo che, volevo dirtelo”. El “volevo dirtelo” Mauricio lo clava, se está superando a si mismo. Su Graziella le inspira, y a ver que tía se resiste a que le canten en italiano. La tiene en el bote, fijo. Graciela está sorprendida, sigue sin entender nada, aunque intuye que Mauricio quiere expresarle algo con esta canción.
La siguiente estrofa Mauricio la emprende en castellano, “Vivir contigo, es ya inútil, todo sin alegría, sin una lagrima. Nada que decirte, ni en el futuro…”. “Pero si nunca hemos vivido juntos. Vamos, ni siquiera hemos pasado un fin de semana juntos. Me acosté con él una vez y punto”, reflexiona Graciela desconcertada. Pero Mauricio no repara en estos pequeños detalles sin mayor trascendencia. Está lanzado, a él lo que le conmueve hasta el tuétano de sus huesos es eso de “ni en el futuro…”. Vale, de acuerdo, desde un punto de vista lógico no se sostiene, puesto que si alguien ha acabado con su pareja y no tiene nada más que decirle ahora, difícilmente va a tener algo que decirle en el futuro. Sin embargo, desde un punto de vista emocional el final del verso es soberbio, o al menos así se lo parece a Mauricio. Resalta la profunda desesperanza del amor truncado, esa es su fuerza. A ti que has sido la razón de mi existencia, nunca más te voy a querer. Eso es lo que quiere decir y lo que resuena en la cabeza de Mauricio cuando se deleita alargando la palabra “futuro”.
“En tu trampa también he caído, el amante próximo tiene mi sitio” canta Mauricio sin abandonar su acerada mirada, a la que ahora agrega una mueca de desprecio. Un desprecio que pone de manifiesto su superioridad, él cede el sitio sin importarle, sin un atisbo de dolor. “Toma rubiales, tú comes plato de mesa ajena y porque yo lo he rehusado” fantasea Mauricio. Que no haya ocurrido exactamente de esta forma, no es obstáculo para que Mauricio se reconforte imaginando que bien podría haber sucedido así. Graciela ya no sabe que pensar, “por qué me canta este tío esta canción. Total por un polvo de conejo que me echó, y porque me dio pena que sino de qué. Y el caso es que me mira con una intención, como si quisiera avergonzarme con un montón de reproches por no sé qué”.
Mauricio, amén de acentuar si cabe su expresión de desprecio e iniciar un crescendo de su voz, se pasa de nuevo al italiano, “Povero diavolo, che pena mi fa”. Este primer verso le queda bordado. Luego, seguro de sí, plenamente confiado en sus facultades, se lanza, en castellano, al resto de la estrofa, “Cuando te haga el amor, te pedirá mas. Se lo darás, ¿por qué lo haces así?”. Mauricio está inmenso, va incrementando el potencial de su canto hasta que la voz se le rompe, resaltando de esta forma el dramatismo contenido, la entereza con la que Mauricio hace frente a la adversidad.
En esta misma línea y sin dejar de flagelarla con la mirada, Mauricio ataca el final, el clímax de la canción, “Como disimulas, se te hace cómodo. Y ahora sé quien eres, y no sufro más”. Mauricio pone cara de suficiencia, como queriendo decir, “que te he calado, tía, que sé de que vas y no me la das con queso”. Graciela intuye clarísimamente que Mauricio se siente traicionado por ella, aunque no haya existido jamás ningún compromiso entre ellos. “Este tío está como una cabra”, rumia Graciela, “a saber como habrá interpretado el que me acostara con él. Y todo porque Andrea me estuvo comiendo la olla en el curro. Que mira que está coladito por ti, me decía, que tiene la pared de su habitación empapelada con tu careto. Que el pobre ha tenido muy mala suerte con las tías. Que total a ti que te cuesta, le haces un favor y una alegría que te das. Valiente alegría me está dando. Me cago en la Andrea y en la hora en que la hice caso”. Mauricio remata con fuerza la presente estrofa, “Y si nada crees te lo demostraré…Y está vez, tú lo recordaras…”
Próximo al paroxismo, Mauricio se desgañita cantando, “Ahora desnúdate como sabes tú”. “Este tío quiere follarme” piensa Graciela, “claro que para eso me va a tener que desatar. Lo mejor será que le siga el juego, incluso que empiece a desnudarme, y en cuanto tenga ocasión le pego una patada en los cojones y me largo de aquí”. Pero Mauricio se contenta con desnudarle el alma, con ponerla en evidencia con su mirada acusadora. Él lo que quiere resaltar son los dos últimos versos, ahí echa el resto, fuerza al máximo su voz y grita, “No te equivoques, no me importas tú. Tú me desearas, bella sin alma”. Estas son las dos ideas que le quiere transmitir Mauricio, “no me importas tú” y “tú me desearas”.
Solo un ser sin corazón se atrevería a objetar a estas dos ideas, que si no le importa para qué coño quiere que le desee. Y éste no es caso de Mauricio, que todo corazón, consume los escasos restos de aire que le quedan en sus pulmones tarareando con redoblado ímpetu, “nanán naná, naranán naná… naraná naná, narará rará…”, hasta concluir la canción arrastrando la “a” en unos estertores lastimosos.
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Una vez recuperado el resuello, Mauricio mira nuevamente a su Graziella, pero en esta ocasión con afán escrutador. Quiere ver cual es su estado anímico. Graciela, que ha decidido seguirle el juego, inclina su cabeza como si no le aguantara la mirada, como si estuviera avergonzada por algo.
Mauricio sonríe triunfal, al fin ha llevado a su amada al terreno deseado. Es el momento de proseguir el concierto, si bien en un tono más tranquilo, más intimista. Entre otras cosas porque apenas le queda voz. Mauricio lo tiene todo estudiado y la emprende con “Gavilán o paloma”. Con esta canción pretende justificarle la coacción física que se ha visto forzado a usar con ella. La propia canción lo dice, “Amiga, hay que ver como es el amor, que vuelve a quien lo toma, gavilán o paloma”. Éste es justamente su caso, por amor y después de ser paloma, no le ha quedado más remedio que convertirse en gavilán. Porque como también dice la canción, “Esa noche entre tus brazos caí en la trampa, cazaste al aprendiz de seductor, me diste de comer sobre tu palma, haciéndome tu humilde servidor”. “Sí, Graciela, tú me sedujiste aquella noche,” discurre Mauricio mientras canta, “me hiciste tuyo, jugaste conmigo y después pasaste de mí. Cómo no me iba a volver un gavilán. Qué otra cosa podía hacer, si me manejaste igual que a un títere que luego dejaste tirado como una colilla”.
Al acabar la canción se produce una dramática pausa, o al menos esa es la intención de Mauricio. “Que medite, que se de cuenta de la situación tan jodida en que me puso”, piensa Mauricio. Aunque al propio tiempo, al verla sumisa ante él, con la vista baja, no puede evitar quedarse embobado unos momentos ante la inmaculada belleza de su amada. Mauricio se complace en la exquisita proporción de sus formas, que sus ojos descubren, a pesar de sus anchas caderas que acentúan la escasa longitud de sus piernas.
Finalmente con “O tú o nada” concluye el recital. Mauricio persigue con este tema una triple finalidad. En primer lugar, remarcar la traición de Graciela, “Amada mía, adultera”, eso que quede claro. En segundo término, reafirmar su amor por ella, “O tú o nada”, para él no hay otro amor posible, o ella o nada. Y por último, insinuar que “quizá la culpa ha sido mía”; toma elegancia y generosidad de espíritu, a ver que tía no sucumbe ante tan desbordante torrente de sentimientos.
Graciela continúa con la cabeza gacha, a la espera de acontecimientos. Mauricio, que se ha percatado de la conmoción afectiva que embarga a su amada, se levanta nada más acabar el concierto, sin demorarse en ningún bis, y se acerca a Graciela. Con dulzura le alza la barbilla mientras una tierna sonrisa ilumina su cara. Graciela le deja hacer e intenta devolverle la sonrisa, pero la cinta adherida a su boca se lo impide, por lo que se limita a mirarle con ojos de cordero degollado.
Mauricio interpreta todos estos indicios como evidencias de que al fin Graciela se ha dado cuenta de quien es su gran amor. “Oh cariño, si yo te perdono, no quiero que sufras más… Venga tontita, si ya lo sabes, yo te quiero… Va churri, si juntos vamos a ser la mar de felices… Ningún reproche más va a salir de mi boca… Verás como nuestro amor va a ser perfecto a partir de ahora…”, le dice Mauricio al desatarla. Graciela asiente con la cabeza.
Luego Mauricio se inclina sobre ella dispuesto a quitarle con extrema suavidad la cinta pegada a su boca. “Espera, cari, yo te la quitaré sin hacerte…” le está diciendo, cuando de golpe un rodillazo se inserta en sus partes blandas y su oronda humanidad se desploma transida de dolor. Graciela salta por encima de él y gana la puerta.
Una vez en la calle Ferlandina corre despavorida, su melena pelirroja forma una amplia estela flotante, la gente se detiene a contemplarla. En su desaforada carrera, en vez de ir hacia la Ronda, Graciela vuela hacia el MACBA. Al llegar a la plaza del MACBA, está a punto de ser arrollada por el monopatín de un skater. Graciela es victima de una crisis nerviosa y estalla en sollozos incontenibles. El skater trata de calmarla, aunque piensa que tampoco hay para tanto caramba, que él la ha esquivado. “Va mujer que no ha sido nada, un susto nada más”, le dice. Otras personas se detienen a ver que pasa. Graciela mira hacia la calle Ferlandina y comprueba que Mauricio no la persigue, se enjuga las lágrimas y se tranquiliza. Dice a la gente que la rodea que ya se encuentra mejor, les agradece su interés y se va.
Al reanudar la marcha, Graciela advierte un dolor difuso en un costado de su cuerpo, pero no sabe a que atribuirlo, también nota cierto escozor en la entrepierna. Recuerda que se meó encima. La rabia se adueña de su ánimo y camino del metro, hacia las Ramblas, sopesa si denunciar a Mauricio por secuestro. Por una parte considera que se lo tiene bien merecido, pero por otra le da miedo que se rían de ella cuando explique que la secuestró para cantarle “Bella sin alma”, “Gavilán o Paloma” y “O tú o nada”.
Graciela llega al metro, con la caminata el escozor se ha incrementa. “Y esto se lo debo al jodido Maurizio” piensa Graciela, mientras baja las escaleras como si se hubiera acabado de bajar del caballo. Graciela coge el metro, va medio vacío, se sienta y comienza a elaborar el discurso que le largará a Andrea en cuanto la vea. Al menos que su familia sepa lo que ha hecho y que lo internen en un psiquiátrico. Si no lo internan, entonces sí lo denunciará.
Mientras tanto, Mauricio, que sigue en el suelo sin abandonar la posición fetal, también nota su entrepierna. Sin embargo, y aunque su intimidad le duele sobremanera, lo que de verdad le tortura, lo que le atormenta hasta el espanto es que tiene “el corazón partío”.

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