02 marzo 2009

"Al final del árbol"



Por Cofrade Tamburete Kid

Cuando era muy pequeño y apenas contaba cuatro o cinco años de edad, mi padre era el centro del universo, en este caso de mi universo. Tanto era así, que por las tardes, mientras jugaba en el patio rodeado de gatos y geranios, no podía dejar de observar la puerta de la verja, pues en cualquier momento oiría el forcejeo de la llave en la cerradura y luego el chirrido de la enorme y pesada puerta. Después, la figura de mi padre recortada en el trasluz del atardecer. De ahí, a salir corriendo y saltar a su cuello, tan sólo era cuestión de segundos. Sé perfectamente que esta imagen relacionada con la figura paterna o materna es normal y que forma parte del despertar de los sentimientos y del alborozo de los sentidos. De esa época, antes incuso, hay olores que impregnaron nuestra memoria y que, una vez reconocidos, nos transportan a tiempos pasados, en una evocación intensa y difuminada en el tiempo. Nunca olvidaré el olor a jabón de lavar la ropa que despedían las manos de mi madre, ni el olor a sudor, ácido y profundo, que emanaba de las axilas de mi padre tras una larga jornada de trabajo en la fábrica. En esa edad, en que todo es descubrir y asombrarse, descubrí el final del árbol. Y el verdadero tamaño de las cosas.
¿Papá qué hay al final del árbol? El cielo hijo, sólo el cielo. Dicho esto, mi padre me distraía haciendo amagos de pelea, y una vez los dos revolcados en el suelo, me olvidaba del árbol y del cielo. Sobre todo del cielo. El árbol era una vieja higuera que vivía en aquel patio mucho antes que nuestra familia. Su sombra era un auténtico regalo en verano y los higos una delicia para la despensa. Pero a mí, lo que me obsesionaba, era la altura. ¿Desde allí se llegaba al cielo? Aunque lo aseguraba mi padre, y yo me lo creía todo, algo en mi interior me decía que al final del árbol no podía estar el cielo. Pero no fue hasta una tarde en que, temeroso y decidido por igual, empecé a trepar por aquel tronco nudoso. A mitad del tronco tuve miedo y me agarré con brazos y piernas. Así estuve un buen rato. Después pensé que en cualquier momento se oiría el chirriar de la puerta y ya no tendría tiempo de llegar arriba. El se enfadaría conmigo y eso me producía una enorme angustia. Así que alcé la vista y trepé. Trepé y sorteando las ramas fui ascendiendo como por una escalera desmadejada. Cuando llegué a lo más alto, apenas sostenido por una delgada rama, comprobé que allí, en la altura, se encontraba la medida de todas las cosas. Arriba el cielo seguía siendo inalcanzable y abajo todo era más pequeño y al mismo tiempo más grande, pues podía distinguir los patios vecinos en toda su dimensión. También la fachada completa de nuestra casa. Sí, desde allí arriba el mundo era algo nuevo, a descubrir. Mientas bajaba tuve la impresión de que a partir de ese fugaz momento mi vida nunca volvería a ser la de antes. Nada más poner pie en tierra se oyó el familiar chirrido en la puerta. Me quedé donde estaba. El cielo podía esperar.

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