02 marzo 2009

"Carnaval"



Por Cofrade Tamburete Kid

Hacía diez años que no asistía a una fiesta de carnaval. Exactamente, desde que murió mi esposa Enriqueta a causa de un cóctel de marisco en mal estado, dios la tenga en su gloria. Quiero aclarar que, aunque en aquella fatal ocasión, casi todos los asistentes a la fiesta sucumbieron a la intoxicación, sólo mi adorable Enriqueta lo hizo de manera fulminante. Según el parte del médico forense que la examinó, fue víctima de una mutación bacteriana que le desarmó el sistema inmunológico, dejándola en la mayor de las indefensiones. Lo peor de todo es que a Enriqueta nunca le atrajo el marisco y si lo probó en aquella ocasión fue por quedar bien con Electra, anfitriona de la fiesta y su mejor amiga.

Diez años de vivir en soledad, aferrado a un puñado de recuerdos, a cierta edad, multiplica el paso del tiempo por dos. Así me contemplé en el espejo antes de aplicarme la pintura en la cara. Sé que soy un tradicional de excesos románticos, por lo que está de más argumentar porqué decidí disfrazarme nuevamente de Pierrot, el mismo disfraz que llevaba el día fatídico diez años atrás.

La noche era fría. Desde la ventana del taxi que me conducía a la fiesta, pude comprobar que el Carnaval seguía moviendo a la gente, atraída quizás por un impulso primigenio. Una vez en la fiesta, me reencontré con viejas caras conocidas. Amigos pasados a los que fui reconociendo por leves y simples detalles entre tanto disfraz y tiempo acumulado. Pude comprobar que la cena consistía en amplio pica- pica a base de fiambres, y una abundante selección de dulces y frutos secos. Para mi desazón también había cóctel de marisco. La casa era un antiguo palacete situado a las afueras de la ciudad. El ambiente era animado, la mayoría de los asistentes charlaban en pequeños corrillos, otros daban cuenta del buffet y los más entonados bailaban al compás de ritmos caribeños y otros por el estilo. Fuera de lugar y tiempo, no acababa de encontrar mi sitio, por lo que me dediqué a deambular, recorriendo las amplias estancias de aquel caserón. En aquella ocasión, calculé que podían estar reunidas en torno a unas doscientas personas. Si a la cantidad le sumamos el hecho de que todas fueran disfrazadas, el recorrido se convertía en una pequeña exploración no exenta de tintes vouyeristas. El paso de los años no había cambiado el espíritu del carnaval, y mucho menos la falta de originalidad de los disfraces, el mío incluido. Al contrario, se repetían año tras año, payasos, vikingos, árabes, hombres con largos vestidos de satén, mujeres con smoking, pelucas, máscaras, antifaces y como no, la gatita inquieta y el demonio burlón. En un rincón desde el que partía una amplia escalera que conducía a los pisos superiores, descubrí a una mujer disfrazada de odalisca, y cuya sensualidad se desprendía a su alrededor como un perfume. Me detuve a un par de metros escasos de donde ella se hallaba, con la intención de poder observarla con más detalle. Permanecía como ausente, con el rostro tapado con un velo que sólo dejaba al descubierto sus ojos, unos enormes ojos pardos y velados. El pelo, que a mí me pareció natural, era de un negro azabache y caía en cascada sobre sus hombros y espalda. Vista así resultaba muy hermosa. Supongo que mi observación no fue tan discreta como pretendía y volvió su mirada hacía mi persona con un movimiento rápido y atrevido. Me dejó fulminado. Luego sonrió y me saludó con un movimiento de cabeza al que yo correspondí. En un acto compulsivo me sentí arrastrado hacia ella. Nos presentamos sin dar nuestros verdaderos nombres y congeniamos enseguida. Para mi sorpresa, el trato, desde las primeras palabras, era fluido como si lleváramos años haciéndolo. En un momento, que no logro recordar, nos “despegamos” de aquel rincón y fuimos de habitación en habitación, entre bromas y risas. No sé cuando nos cogimos de la mano, mucho menos cuando nos metimos en aquel cuarto, pero recuerdo perfectamente la tensura de su cuerpo y al calor húmedo de su intimidad. En aquella habitación, a oscuras, sobre el suelo, volví a sentir el deseo que creía tener olvidado.

Después de habernos vaciado mutuamente, permanecimos uno junto al otro, abrazados, sin pronunciar palabra alguna. Luego, ella se incorporó y poniéndome un dedo en los labios, pronunció mi nombre y se fue. No tuve tiempo de reacción. Mi nombre, ¿yo no le había dicho mi nombre? Tras recomponerme la ropa, bajé de nuevo al salón principal. La busqué con la mirada, entre toda aquella farsa. La fiesta estaba ahora en su momento más álgido, todos bailaban, algunos se refregaban y otros se manoseaban descaradamente. A estas alturas las habitaciones estarían saturadas de cuerpos fogosos y viciados. Pensé en abandonar la fiesta, y en ello estaba, cuando reparé en que mi bella odalisca se encontraba frente al buffete, dispuesta a degustar un plato de aquel fatídico cóctel de marisco.

Salí disparado hacia ella, con la intención de impedir que llegara a comer de aquel plato, pero fue tanta la precipitación que tropecé y caí en medio de la improvisada pista de baile. Todo se me hace borroso cuando intento evocar aquel momento. Pero lo único que recuerdo es mi imposibilidad para levantarme del suelo, ahora mojado y resbaladizo, y todas aquellas caras y máscaras desfiguradas, igual que fantoches, entorno a mí, mirándome y riendo. Risas obscenas, entre las que destacaba la de mi adorable odalisca con la boca rebosante de aquel horrible cóctel de marisco cayéndole por las comisuras de los labios en una mueca grotesca. Se había quitado el velo y pude distinguir el amarillo de sus dientes en aquella boca, putrefacta y desfigurada por alguna enfermedad, antes de incorporarme y salir huyendo de allí. Aún hoy resuenan en mi mente todas aquellas risas, especialmente la suya. Según mi psicólogo todo es producto de un fuerte stres emocional. Pero yo sé que no y ella también lo sabe. Pueden estar seguros.

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