02 marzo 2009

"Que es lo que quieres que yo haga más por ti"



Por Cofrade Silla Jotera

Llovía, llovía en la Tierra, en los mares y los campos, llovía en la ciudad, en plazas, calles y avenidas, llovía en casa, en el comedor, en la cocina y el estudio, llovía en el corazón, llovía en el alma, en el alma desolada, alma desierta, llovía en todo el páramo yermo que era su vida. Llovía sobre Bartlo. Y llovía fuerte, con ganas, llovía una lluvia persistente e intensa, con unas gotas como puños que traspasaban el cuerpo empapado y se clavaban en el alma, en el alma desolada, desierta, encharcada. Llovía en el charco que era su vida, llovía sobre Bartlo.

El estudio era un pantano, el musgo cubría el mobiliario, las trepadoras ascendían por lámparas y cortinas, el agua alcanzaba la cintura de Bartlo, que sentado frente al piano, con las manos inmóviles sobre las teclas negras y la cabeza agachada, los hombros hundidos, las piernas bajo el agua, los peces discurriendo a su alrededor, tarareaba entre sollozos ahogados una melodía triste, dramática, terrible. La larala larala (sollozo) laralalala lala lala (sollozo) lala lalala… (gran sollozo).

Y así pasó la mañana, y luego el mediodía, y luego la tarde, lloviendo sobre Bartlo, y él inmóvil ante el piano mudo, tarareando y sollozando como perro en un entierro pasado por agua. Hasta que dieron las diez de la noche. A las diez de la noche Bartlo, de repente, tan de sorpresa que los peces y serpientes y tortugas del pantanal saltan por la ventana asustados, de repente Bartlo se levanta y nadando se dirige a la puerta de la casa, se pone la gabardina, busca el paraguas bajo las aguas, pero no lo encuentra, y sale de casa.

En la calle y en los callejones llueve, en la avenida Laietana también, y llueve con renovadas ganas, gotas como quesos de bola llueven ahora, y Bartlo camina bajo la lluvia lentamente, dejándose empapar por la intensa y persistente lluvia que cala su alma ya casi líquida. Llueve sobre Bartlo, pero él ya casi es la lluvia. Que llueva.

Llega a El Parnaso, entra, aparta los cortinajes rojos ya casi negros de arte povera y mugre. En el Parnaso llueve. Saluda al Pasqui, el portero, el guardián de los secretos del agujero más hondo, perdido y oscuro del infierno condal, llega a la barra, aún hay poca gente, los cinco o seis clientes de siempre y las cinco o seis chicas de las primeras horas de la noche, es pronto, la gentuza está ahora saliendo del teatro o del cine, o cenando, puede que hasta cenando en familia, con sus mujeres o sus maridos, luego dicen bajo a por tabaco, o me voy al cine con Piluca, y se vienen para el Parnaso, al vicio se vienen.

Llueve en la barra, pero Bartlo se pide lo de siempre y la Chata se lo pone, un gimlet. ¿Ha venido?, le pregunta Bartlo. Ni ha venido ni vendrá, le responde la Chata, y se va por donde ha venido con la botella de ginebra, a llenarle los vasos a tres mandos intermedios que hay al fondo de la barra y que le pagan poniéndole billetes de cien pesetas en el escote. Bartlo se bebe el gimlet de un trago. Quiere otro, porque llueve, llueve mucho, arrecia, ¿cómo son las gotas, como pelotas de fútbol?, como pelotas de baloncesto. La Chata le pone otro gimlet, no empieces a pasarte, le dice mientras llena el vaso. Cuanto hace que no viene, le pregunta Bartlo. Ya lo sabes, hace casi dos semanas que no se pasa. Dos semanas, dice Bartlo. Si, casi, responde la Chata yéndose ya por donde ha venido, a servir a dos encargados de negociado que le pellizcan el culo mientras piden más hielo para sus whiskys dobles.

Dos semanas. Dos semanas lloviendo, lloviendo en el universo, en la vía láctea, en el sistema solar, en la Tierra, en mares y campos, en la ciudad, en casa, en el estudio, en su alma, lloviendo sobre Bartlo, sobre el piano. Sobre el piano. Maldito piano. Maldito piano, porque desde que comenzó a llover Bartlo no puede tocar el piano. Bueno, si que podía, podía tocar los aires españoles, las versiones de canciones italianas, las aberraciones del richard clairderman, alguna de los Beatles, esos. Vamos, podía tocar lo que tocaba, lo que le dejaban tocar los jueves, viernes y sábados por la noche en El Parnaso, pero tocar, lo que se dice tocar, lo que para Bartlo era tocar, que era tocar lo que le daba la gana, lo que le salía, lo que encontraba, una música que… Algo, algo que era como una intención, pero que también era un lugar, aunque no fuera un lugar, porque más que un lugar en el que estar era un lugar al que había que llegar a través de lo que encontraba por el camino, de lo que salía, y le salía por las manos, aunque él sabía que empezaba en su cabeza, y no siempre en ese preciso instante, a veces empezaba días antes, semanas antes, meses antes, y un día salía, y salía por sus manos y llegaba a las teclas, las teclas saltaban, podía sentir como saltaban y vibraban las cuerdas, vibraba el aire, el piano, todo vibraba, y era entonces cuando parecía que en algún sitio, allá tras la música, había un lugar, una especie de Xanadu en el que Bartlo, ni que fuera por unos instantes, podía ser el Kublai-Kan.

Dos semanas lloviendo. Otro gimlet. Que no te pases, le dice la Chata poniendo poca ginebra en su vaso. Igual viene hoy, le dice Bartlo. Quien sabe, dice la Chata, quién puede saber nada, yo no se nada, es mejor no saber nada, ni lo que pasó ayer ni lo que pasa ahora ni lo que pasará mañana, mejor no saber, quien sabe, igual sales a la calle y te cae un avión encima, o te subes al avión y se cae al mar y te ahogas, o te operas para curarte una hernia y el cirujano se deja unas tijeras dentro y te mueres de una infección, o confundes una botella de agua con una de lejía y… O te toca la lotería y te mueres de la emoción, ataja Bartlo. Eso mismo, asiente la Chata yéndose por donde ha venido, a llenar por décima vez el vaso de un contable recién despedido que le pregunta cuanto cuesta un polvo, así, a lo bruto, cuanto cuesta un polvo. Todos los que vienen aquí son unos gilipollas, piensa Bartlo zampándose el gimlet.

Hay excepciones, aunque no marcan la norma hay excepciones. Una es Zacarías, que con su nombre de opereta se ha pasado un tercio de su vida en las plataformas petrolíferas de los mares del norte, en el mar de Barens, en el mar de Karza, en el de Bering, en el de Ojotsk. Otro tercio se lo pasó en Sudáfrica, pescando peces espada y regentando la Taberna Española. Y el último tercio dice que se lo quiere pasar en esta mierda de ciudad, viviendo de los ahorros y de la renta mensual que le reporta el traspaso de la taberna meridional. Y pintando, porque ahora Zacarías pinta cuadros, pinta cuadros marinos, y también pinta la ciudad, el puerto, a veces las calles. Y también pinta retratos, casi siempre de mujeres, casi siempre prostitutas. Y las pocas veces que no pinta, Zacarías sale a cenar pescado en la Barceloneta y luego se va de putas, que dice él. Pero eso no es ir de putas, le dice siempre Bartlo. Porqué no. Porque nunca te vas con ninguna. Ah, bueno, es que a mí lo que me gusta es estar con ellas, pasar el rato, charlar, tomar unas copas. Entonces tú de follar… Claro que follo, de vez en cuando, tengo amigas, vecinas, hay dependientas en las tiendas de mi barrio, alguna dueña de alguna galería de arte, una doctora del ambulatorio, vamos, que me apaño. Ya, ya. Casi todas estas chicas tienen en su vida una tragedia, y conmigo se entretienen, les hago reír, les pago las copas, y mientras no han de chuparles las poyas a la pandilla de amargados que vienen por aquí, las trato bien, con respeto, y ellas lo agradecen y me tratan bien, y a veces aceptan posar para mis cuadros, esas son mis chicas. Eres un maestro, le decía Bartlo. El maestro eres tú, respondía Zacarías, anda, tócate esa tan bonita del richard clairderman.

Dos semanas, dos semanas lloviendo y dentro de poco dos semanas y un día, porque no iba a venir, no vendrá, no. Llueve, llueve. Otro gimlet. No, le dice la Chata, si quieres te pongo una cerveza, pero no más ginebra, a las doce has de tocar. Eso no es tocar. Una cerveza o nada.

Llueve. También llovía el último día que estuvo con ella, aunque sólo llovía en la calle, no en El Parnaso, ni en el universo, aún no. En El Parnaso era muy tarde, estaban a punto de cerrar, las últimas chicas se sacaban de encima como podían a los últimos clientes, los más pesados, los más borrachos, los más pringados. Al final siempre se libraba de ellos el Pasqui, y sabía muy bien como, tan bien que algunos no volvían jamás. Entonces entró Hortensy en El Parnaso, a esas horas llegaba, cuando Bartlo, derrotado en uno de los sofás del fondo, se dejaba arrastrar por la borrachera hacia un lugar que estaba más allá de la música, tal vez un Xanadu, probablemente no, porque ¿dónde están las teclas? Y se miraba las manos. No, no, no es mi Xanadu.

Hola mi amor, se le presentó Hortensy. ¿Hola?, hola de qué, balbuceó un falso Kublai-Kan, ¿hola de llegal, está es la hola de llegal?, ¿pero donde has estado? Por ahí, dijo Hortensy sentándose a su lado. Bartlo se levantó de un salto, se tambaleó, consiguió recuperar la posición vertical, más o menos. Ahora, dijo, dime que has ido al cine con Piluca. He ido al cine con Piluca, repitió ella mientras se encendía un cigarrillo y la llama del mechero iluminaba sus delicados dedos, sus cuidadas uñas, su mentón de marfil, sus carnosos labios, su nariz egipcia, los profundos lagos de sus ojos. Su indiferente, perdida mirada. Has estado con él. Si, he estado con él. Con ese cabrón. Si. Maldita sea.

Cuidao con ese, es un hijo de puta de cuidado, le dijo una noche Zacarías a Bartlo, mientras con un discreto ademán le señalaba a un fulano que en ese momento disfrutaba del entretenimiento de nada menos que tres chicas del local. Champán, puros de los caros, sellos en los dedos, reloj de los gordos, pasador en la corbata, tinte y gomina en el pelo, llavero con el logo de la Mercedes, sonrisa de hiena. Unos cincuenta y pico años, entre fornido y gordote, posiblemente más visitante de los restaurantes gallegos que del club de tenis. Lo conozco del club de golf, le dijo Zacarías. ¿Tú juegas al golf? Ni borracho, me han comprado algunos cuadros para el comedor marinero. ¿Tienen un comedor marinero en el club de golf? Y uno campestre, otro asiático y luego está el clásico, aquello es la hostia, prosiguió Zacarías, la administradora del club social es la que me compra los cuadros, nos hemos hecho amigos y me invita a las fiestas del club, a mí me va bien porque se reúnen un montón de imbéciles capaces de pagar medio quilo por un cuadro. No me jodas. Tres he vendido, precisamente los más malos, ay, el arte que cosas tiene. Y cómo conociste a ese, preguntó Bartlo. En una de esas fiestas, el tipo es constructor, uno de esos que se está haciendo de oro en la costa del Sol, pero eso es sólo una tapadera, en realidad el tipo maneja negocios de compraventa de materias primas y de armas, todo más o menos legal, aparentemente, pero todo muy muy oscuro, eso sí, el tipo es un benefactor del carajo, da mucho dinero a obras sociales a través de los bancos y de la mismísima administración, vamos, le comen en la mano. Eso es un hijoputa, si, un tiburón, dijo Bartlo, pero qué es lo que le hace peligroso. Me lo presentó mi amiga una de esas noches, el tipo iba acompañado de un mueble de dos metros con bulto en la sobaquera y de una chavala que no tendría más de dieciocho años y que nos presentó como su hija, bueno, el tipo estuvo simpático y todo eso, y se auto comprometió a comprarme un cuadro un día de estos, esas cosas que dicen los nuevos ricos, y bueno, la fiesta fue pasando y a mí me extrañaba que la niña bailara tantos agarrados con papá, y lo que más me extrañaba era como le agarraba el culo papá, y como se apretaba la niña contra el rabo de papá, en fin, me dije, otro millonetis vicioso, y me dediqué a disfrutar de la fiesta, mi amiga Carol monta unas fiestas impresionantes, aunque a mí lo que más me impresiona es como empieza a despedir a la gente, con una elegancia que no se dan cuenta que los están echando a la puta calle, y ya me muero de la impresión cuando se me acerca y me pregunta si me puedo quedar para ayudarle a recoger, imagínate, como si no hubiera servicio para recog… Vale, vale, pero porqué es un hijoputa ese tipo. Ah, si, es que una semana más tarde estaba en la peluquería y para entretenerme cogí una revista de esas de sucesos y, bueno, había una noticia sobre el asesinato sin resolver de una chica que, joder, era la hija de ese tipo pero, claro, es que en el reportaje no se decía en ningún momento que él fuera el padre, es un tipo importante, eso habría salido, pues no. A la chica la asesinaron estrangulándola con una corbata, luego la torturaron. ¿Luego, muerta? Tiene cojones la cosa. Irías a la policía. En primer lugar hablé con Carol. Y qué. Alucinó, pero me dijo lo que yo mismo pensaba, ¿qué pruebas teníamos?, no podíamos ponernos ha hacer preguntas indiscretas sobre un tipo eminente entre los miembros del club, ¿y si la chica era otra? Joder Zacarías, dijo Barlo, que estamos hablando del asesinato de una chavala. Ya, ya, espera, Carol invitó al tipo a otra fiesta, nuestra intención era ver si venía con su hija, y claro, no vino con su hija, no con aquella, vino con otra hija. No me jodas. En el saludo de bienvenida Carol se puso muy nerviosa, pero yo le pregunté por su otra hija, ah, mi otra hija, dijo el muy cabrón, pues su otra hija estaba bien, muy bien, y ya había regresado a Bruselas, donde estudiaba en un internado. Joder, joder, dijo Bartlo. Aquella noche no pude ayudar a Carol a recoger el tenderete de la fiesta porque a ella le dio un ataque de nervios. Bueno, la llevé a su casa, le dije a su marido que el estrés de su trabajo la estaba matando, y me fui a ver a mi amigo Telmo, que estuvo conmigo en el Tercio y ahora es el inspector jefe de la brigada criminal de esta ciudad. Joder Zacarías, eres como de otro mundo. Le expliqué a Telmo el asunto, y bueno, me agradeció la información y me invitó a unos callos. Ya lo sabían todo, tienen al tipo más fichado que al Lute, pero qué, no consiguen pruebas, todo se queda en indicios, y los indicios siempre son rechazados por los jueces, que no abren ni diligencias ni investigación. Jooooder. Por último, continuó Zacarías, Telmo me recomendó que, si no quería convertirme en gusano, me mantuviera todo lo apartado que pudiera del pájaro. Coño, dijo Bartlo, pues si te lo encuentras aquí. Oh, si, no me he apartado demasiado, ya me lo he encontrado cinco o seis veces, el tipo siempre me saluda y me suelta el royo de que un día de estos me comprará un cuadro, yo siempre le digo que tengo uno que parece que ni pintado para él, y le doy recuerdos para su hija de Bruselas. Joder Zacarías, eres un maestro. Tú si que eres un maestro, anda, tócate esa tan bonita del richard clairderman.

Aquella noche la tocó, al final del manido repertorio. La estaba tocando, cuando vio como el tipo, el tiburón, se levantaba y se acerba a la mesa de Zacarías, le saludaba, se sentaba con él y pedía una botella de champán, seguro, pensó Bartlo durante un La menor, que ahora le está diciendo que le comprará un cuadro, y ahora Zacarías le preguntará por su hija, y ahora. Ahora entró Hortensy en El Parnaso, se fue para la barra y habló con la Chata, se quitó el abrigo y lo dejó en un taburete, ella se sentó en otro, miró a Bartlo, le sonrió, le guiñó un ojo, le envió un beso. Bartlo atacaba un Si séptima. Entonces Hortensy paseó su mirada por el local, y algo debió ver, porque se levantó y se dirigió a la mesa de Zacarías. Bartlo la vio llegar en un compás, igual el paseo duró un contrapunto, pero para él fue un compás. Vio como llegaba, como saludaba a Zacarías, como el tiburón se levantaba, un tiburón con una sonrisa de hiena, que le besa una mano a Hortensy, joder que hortera, que la invita a sentarse, que Zacarías le dice algo a Hortensy, pero ella dice que no con la cabeza y se sienta con ellos, junto al tiburón, que pone una mano en una de sus piernas y levanta la otra para pedir más champán. ¿Qué coño estoy tocando?, se preguntó de pronto Bartlo.

Ese día empezó la tormenta, no empezó a llover, pero empezó la tormenta, los cielos encapotados, el viento iracundo, el frío perpetuo. Cuanto duró la tormenta, un mes, dos. Hortensy tomando champán con el tipo, Hortensy saliendo a cenar con el tipo, Hortensy de fin de semana con el tipo, Hortensy haciendo oídos sordos a sus consejos, a sus desesperados intentos de demostrarle que lo suyo no eran celos, que bien lo sabía ella, acaso no llevaban dos años como el que dice juntos, de aquella manera pero juntos, el uno para el uno y el otro para el otro. Hortensy haciendo oídos sordos. Y tampoco escuchaba a Zacarías, tengo pruebas le llegó a decir Zacarías. Pero Hortensy tenía otras pruebas, un coche nuevo, dos o tres abrigos, algunas joyas, fines de semana en Turquía, cenas en los mejores restaurantes… Pero Hortensy, insistía Zacarías, si hasta mi amigo Telmo tiene pruebas. Hortensy haciendo oídos sordos.

Cuanto duró la tormenta, dos, tres meses. Hasta aquella noche, la noche en que Bartlo no estaba en Xanadu, la noche después de la gran discusión, la última discusión, en la que ella le había prometido, llorando, con el ojo morado y llorando, que nunca más volvería a ver a aquel tipo, pero que la creyera, que él no había sido, que él no la había pegado, sólo se había caído por la escalera. Nunca más, le dijo Bartlo. Te lo prometo, prometió ella. Y ahora, a penas la noche siguiente, él no esta en su Xanadu, no es el Kublai-Kan, y ella llega tarde y, tan tranquila, tan desafiante, con la mirada perdida y morada, le dice que si, que ha estado con él.

Y entonces comenzó a llover. Llovía en el universo, en la vía láctea, en el sistema solar, en la Tierra, en mares y campos, en la ciudad, en El Parnaso, en su alma. Comenzó a llover sobre Bartlo. Llovía, y entonces Bartlo le dijo, vete, me has hecho daño, vete, estás vacía, vete, lejos de aquí. Y ella miró a Bartlo, y expulsó el humo de sus pulmones, sólo eso, y se levantó, pasó junto al tambaleante Kublai-Kan, y se fue. Y la lluvia arreció.

Dos semanas, dos semanas lloviendo, dos semanas y un día, porque no ha venido, no vendrá, no. Llueve, llueve. Otra cerveza. La última antes la actuación, le dice la Chata, y le pregunta cuantos dedos tiene en su mano mientras se la muestra con dos alzados. En esa cinco, dice Bartlo, en la otra cuatro porque uno lo metiste donde no debías. La última, en quince minutos has de tocar. Quince minutos, media hora, dos semanas, dos semanas y un día. No vendrá, nunca dejará de llover. Nunca dejará de llover, tararea Bartlo, nunca dejará de llover nunca dejará. La llegada de Zacarías le alegra algo la noche. Tú no te mojas, le dice Bartlo. Pero si no llueve. Llueve, si que llueve, dice Bartlo. Zacarías pide dos cafés y le dice a Bartlo que no se angustie, que ha avisado a su amigo Telmo, si le hubiera pasado algo a Hortensy ya lo sabrían, tienes que relajarte Bartlo, tienes que ser fuerte y confiar. El café recompone a Bartlo, incluso bromea, igual, le dice a Zacarías, esta noche te toco una nueva de ese que te gusta tanto. ¿Bill Evans? No hombre, no, el richard clairderman. Pues venga, maestro, que la Chata te llama.

Hay un lugar llamado Xanadu, no está aquí ni allí pero está, está tras el camino, a lo mejor tras los mares, o tras las montañas, o en el fondo de las grutas, un lugar, aunque no sea un lugar, porque más que un lugar en el que estar era un lugar al que había que llegar a través de lo que uno encontraba por el camino, de lo que salía, y a Bartlo le salía por las manos, aunque él sabía que empezaba en su cabeza, pero salía por sus manos y llegaba a las teclas, las teclas saltaban, podía sentir como saltaban y vibraban las cuerdas, vibraba el aire, el piano, todo vibraba, y era entonces cuando parecía que en algún sitio, allá tras la música, quizás tras la lluvia, había un lugar, una especie de Xanadu en el que Bartlo, ni que fuera por unos instantes, podía ser el Kublai-Kan. Y en ese instante podía tocar lo que le diera la gana, lo que le salía, y eso es lo que hacía ahora. Decirle a ella que vuelva, que vuelva que vuelva, que vuelva otra vez, decirle a ella que vuelva, que vuelva que vuelva, que vuelva otra vez. Pero, tal vez, llueve sobre mojado.

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