02 marzo 2009

"Las alas perdidas / El bosque"



Por Cofrede Tamburete Kid

Recuerdo aquellos días como algo sobresaliente en mi memoria. Sobre todo aquél día. Éramos niños, unos chavales de entre ocho o nueve años, con remiendos en la ropa, las botas sucias de barro y los mocos colgando. Éramos cuatro y la mañana fría, de pleno invierno. El suelo estaba duro de escarcha y los árboles del parque mostraban una desnudez blanca, de ramas peladas. Íbamos deprisa, con las manos escondidas en el jersey, andando como si no tuviéramos manos, las rodillas rojas, un poco amoratadas, los calcetines tapando las pantorrillas y los muslos asomando tras los pantalones cortos. El aliento salía de nuestras bocas y narices como vapor blanco. Jugábamos a fumar con el aliento como fuman los mayores, fingiendo expulsar el humo. Jugábamos a patear piedras que rodaban a trompicones con otras piedras, ladera abajo. Jugábamos a reventar la superficie helada y cristalina de los charcos a golpes de tacón. Siempre jugábamos. Teníamos que hacer aquel trayecto todas las mañanas para ir a la escuela, pero desde hacía casi dos meses nos desviábamos a mitad de camino, justo antes de cruzar los túneles bajo la autopista, para dirigirnos al monte cercano. Allí pasábamos el día, en el interior de una “cabaña” hecha de ramas. La escuela quedaba lejos.
Había tal desorden en aquel centro que nadie advertía nuestra ausencia. Aquello más que una escuela parecía una inmensa guardería para niños de hasta doce y trece años. Sólo en una clase podían coincidir cuarenta o cincuenta alumnos de diferentes edades, la mayoría analfabetos. Mi madre nos inscribió a primeros de octubre, con el curso ya comenzado. El primer día que asistí a clase me pasé media mañana en el pasillo, en un rincón, sin saber cual era mi lugar, hasta que me descubrió mi hermano, cuatro años mayor que yo, y me llevó con él a su clase. Me senté en un escalón, junto a la puerta. El profesor, o lo que fuera, dormía, con la boca abierta, sentado en un butacón de madera, las manos bien dispuestas en la mesa, todo ello sobre una tarima que dominaba el aula. A ambos lados de la tarima, dos chicos corpulentos de los mayores, apuntaban en la pizarra los nombres de todos los revoltosos. La pizarra estaba llena de nombres. Estaban casi todos y algunos colmados de cruces. Detrás de mí, en medio del alboroto, dos chavales de unos diez años se masturbaban mirando la foto recortada de una revista en la que a una mujer se le veían los pechos. Aquello era la clase. Al cabo de un rato el maestro se despertó y tras mirar la pizarra empezó a nombrar a los apuntados para que acudieran a recibir su castigo. Algunos iban de primeras y aguantaban estoicamente el palmetazo en las yemas de los dedos con la mano extendida y temblorosa, otros se resistían y eran arrastrados por los dos vigilantes de la pizarra entre quejas y llantos. Estos, además, se llevaban alguno que otro golpe de propina en la parte trasera de los muslos. El castigo duraba hasta la hora de salir de clase. Era la rutina de todas las mañanas. Al cabo de dos semanas dejamos de ir por allí. Mi hermano y sus amigos se construyeron una “cabaña” en la montaña y nosotros, los peques, los imitamos. Mi madre nos había rapado la cabeza al cero a mi hermano y a mí y rociado con DDT para que no nos siguieran comiendo los piojos. Luego, aprovechando las mangas de un viejo jersey de mi padre, nos hizo un gorrito de lana con una borla. En aquellos años eran frecuentes los niños con gorritos de lana.
Aquella fría mañana encendimos una hoguera en la entrada de la “cabaña”. Nos sentamos alrededor. Cada uno de nosotros sacó de los bolsillos lo rapiñado en casa: tres patatas, un trozo de chorizo, un trozo de panceta, un puñado de castañas… Asamos las patatas y las castañas entre las brasas. El chorizo y la panceta ensartados en una caña también fueron al fuego. Era una de nuestras aficiones predilectas: comer cosas asadas al fuego. Después nos daba por hacer de exploradores y nos adentrábamos en el bosque. Siempre había algún descubrimiento nuevo: una serpiente que se escabulle, una ardilla saltando, un chotacabras alertado que emprende el vuelo repentinamente, rastros de jabalís en la tierra removida, un sendero que se pierde en la maleza… Por alguna razón esta vez íbamos todos juntos, sin hablar, mirando en todas direcciones, como si aquel día el bosque anunciara peligro. Nos parecía que había más silencio del habitual. Cualquier sonido irrumpía con fuerza y nos sobresaltaba, aunque los cuatro aparentábamos no tener miedo alguno. Estábamos llegando a una fuente a la que solíamos ir, cuando sonó un aullido estremecedor, rompiendo el aire. Era un lamento bestial, o así nos pareció a nosotros. Salimos corriendo espantados, pero al poco nos detuvimos, unos antes que otros. Mi amigo Juanito, que era el más decidido y aventurero de todos, reemprendió el camino en dirección al origen del aullido. Yo fui tras él, y los otros dos nos siguieron a cierta distancia. Llegamos a la fuente. Aquel lugar tenía algo de mágico para nosotros, pues tras caminar por el bosque espeso y tortuoso te encontrabas con un pequeño valle cubierto de hierba y de flores en primavera, en cuyo centro se hallaba una fuente desde la que serpenteaba un pequeño arroyuelo. Era como pasar de la oscuridad a la luz. El ruido constante del agua de la fuente te llenaba de paz y sosiego. Esta vez, sin embargo, en lugar de paz trasmitía inquietud. Nos detuvimos a la entrada del valle a esperar a los otros dos. No queríamos avanzar solos. Pronto llegaron. Los cuatro ahora detenidos. Sin hablar. Esperando una señal para salir huyendo. Fue adentrarnos, girar la vista hacia un lado y descubrirlo. El cuerpo se balanceaba ligeramente. A un metro escaso del suelo. El hombre tenía la cara amoratada. Parecía mirar al frente. Duró apenas un instante. Verlo, gritar “un muerto” y salir corriendo. Fui el último en huir. La visión terrible de la muerte me tenía paralizado. Por eso soy el único de los cuatro que tuvo tiempo de ver al perro agonizando a los pies del ahorcado. Nunca supe qué le pasó al perro. Ni quién era el muerto. Prometimos no decir nada a nadie por miedo a que nos inculparan de una muerte. Cosas de críos, sin duda. Cuándo llegué a casa mi madre me estaba esperando con cara de pocos amigos. Alguien le había informado que desde hacía más de un mes no pisábamos el colegio. Me hizo pasar a la habitación, castigado, a la espera de que llegara mi hermano mayor. Supe en qué momento llegó por los gritos y las bofetadas. Luego entró en la habitación, castigado, igual que yo. Pasamos toda la tarde allí. Mi hermano leyendo tebeos y yo mirando por la ventana, vigilando que no viniera la policía a detenerme por lo del muerto. Me sentía seguro entre aquellas paredes. Pronto llegaría la noche y aparecería mi padre. Seguro que nos abroncaría y que luego nos iba a aplicar un castigo ejemplar, pero en aquel momento no cambiaba la seguridad de mi casa por nada. Castigo incluido. El mundo allí fuera era algo terrible y asombroso. Estaba seguro de ello. Pero, aún y así, me seguiría fascinando a lo largo de toda mi vida. Ya entonces lo supe. Lo vi en los ojos del perro agonizante. En un instante, a pesar del miedo.

No hay comentarios: