02 marzo 2009

"El hombre invisible"



Por Cofrade Silla Jotera

El Hombre Invisible nació una hermosa mañana de verano en la preciosísima aldea de Lpzfhgs, allá tras los montes del inaudito lejano. Como era invisible, al nacer nadie lo vio, y el pequeño Bebé Invisible pasó inadvertido para su madre, su abuela y la comadrona. Que raro, dijo esta, tendría que haber nacido algo. Pero no, aunque la barriga de la mamá del Hombre Invisible había sido hasta el momento bien evidente y prominente incluso. También habían sido evidentes y bien verdaderos los espasmos, el romper aguas, de hecho hasta parecía haberse escuchado el llanto de un bebé, pero que, nada. Allí no había nada. Nada, sin embargo, como una madre para deshacer estos entuertos filiales. Palpando con sus manos por la cama, halló al neonato. Lo veis, dijo la mamá del Hombre Invisible, no me creísteis cuando os conté que me había dejado preñada un espíritu, una especie de palomo santo que llegó hasta mi ventana, pues ahora ya veis que así fue y que lo más lógico es que el niño nazca invisible, incorpóreo y eminentemente espiritual. Tú hija mía, dijo su madre, lo que eres es un putón de mucho cuidado.

Pero a lo hecho pecho. Y en el pecho leche, mucha leche, y así fue creciendo el Bebé Invisible, invisible, pero parecía ser que sin mayores problemas. Cuando alcanzó la edad en la que los chicos deben acudir a la escuela, la abuela buscó al jovenzuelo Niño Invisible por toda la casa, y tres días más tarde lo encontró y le dijo que había llegado el momento de comenzar su instrucción escolar, pero que no se preocupara porque le había hecho una capucha y unos guantes de ganchillo, y con ellos y las habituales vestimentas de cualquier persona conseguiría parecer un chico normal. Pero pareceré un niño falso, abuela, le dijo el chico. Mejor ser falso que ser nada, le dijo la abuela. La capucha era espectacular, incluso llevaba dibujados los ojos, las cejas, los labios, las orejas. Los guantes llevaban dibujadas las uñas y una especie de líneas de la mano. La abuela remató el trabajo de satrería con una gabardina verde y un gorrito de cazador con una pluma de faisán de adorno. Que se te vea bien, le dijo la abuela al Niño Invisible.

Fue duro el comienzo de su etapa escolar. Entre los compañeros más cercanos corría el rumor de que había nacido deforme y monstruoso a causa de una sífilis que le contagió su madre, que era una puta. Entre las chicas corría el rumor de que era un violador que ocultaba su identidad con una capucha para que cuando violara a las chicas estas no le reconocieran. Entre los profesores llegó a especularse con que era un inspector del ministerio de educación camuflado. Objeto de burla y humillaciones sin par y sin fin, el ya Joven Invisible consiguió llegar a la Universidad y matricularse en Física y Química. Tras tantos años de sin sabores, era el momento de alcanzar los conocimientos necesarios para poner fin a su problema, a su tormento, y comenzar lo que ya comenzaba a asemejarse al comienzo de un plan de venganza. Para llevarlo a cabo, dedujo, estudiaré Física y Química, así conoceré los estados de los cuerpos y las fuerzas y los fenómenos que actúan e influyen sobre ellos.

Cinco años más tarde conseguía su título, y entraba a trabajar en los famosos Laboratorios Juanola. El trabajo no era mucho, allí sólo trabajaban el viejo doctor Juanola, su hijo Juanolillo, y ahora el recién contratado Joven Invisible, y toda la faena consistía en preparar una masa pegajosa a base de regaliz y cuatro porquerías, hacer con ella una fina tableta y cortarla en pequeños rombos, que luego se metían en una cajitas redondas y rojas, que luego se empaquetaban y remitían a las farmacias de Lpzfhgs, de la comarca, la región… Así, al Joven Invisible le quedaba tiempo para usar el estupendo laboratorio del doctor Juanola, y realizar los experimentos necesarios para vencer la invisibilidad que le atormentaba desde su nacimiento.

Otros cinco años más tarde, las famosas Pastillas Juanola se vendían en toda Europa, y el ya Hombre Invisible culminaba la construcción de su Máquina de Visibilidad, un trasto en el que debería meterse y en el cual, tras accionar unas palanquitas y poner en marcha diversos procesos mecánicos, físicos, y químicos, debería recobrar su visibilidad, una visibilidad perdurable hasta su muerte. Todo estaba a punto, y una noche que el Hombre Invisible estaba sólo en el laboratorio, subió la Maquina de Visibilidad desde el sotanillo donde la había construido a resguardo de la miradas ajenas, y se dispuso a iniciar el experimento. Para ello se desnudó y se quitó la capucha y los guantes. Ya desnudo, totalmente invisible, se introdujo en la máquina, se sentó en una sillita que había dispuesto, suspiró, y accionó unas palanquitas. Una descarga electrotécnica de aquí te espero recorrió el invisible cuerpo del Hombre Invisible.

Como comprobó ante un espejo cuando salió de la Máquina de Visibilidad, el Hombre Invisible ya era totalmente visible. Oh si, gritó el ya visible Hombre Invisible, lo he conseguido. Cuando, horas más tarde, llegaron al laboratorio el doctor Juanola y su hijo, no daban crédito ni a lo que el ahora Hombre Visible les contaba, ni a lo que veían sus ojos, aquella máquina descomunal y de otro mundo allá en su aséptico laboratorio. Pero lo más increíble, lo muy increíble, era la nueva apariencia del muchacho sin su capucha y guantes a medida, sin gabardina y gorrillo silvestre, la nueva apariencia del nuevo Hombre Visible. Porque, esas guedejas, esas barbas, ese rostro desconsolado, esa profunda, perdida mirada, ese taparrabos, la posición cruzada de sus piernas, la herida a la altura del costillar, los clavos en las manos, los brazos en cruz…

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